por Carlos Martín Rio
Recuerdo a un señor masticando
chicle y saltando de alegría como si fuera un chavalín escocés cualquiera que
juega al balón en las calles sucias de Glasgow -como nunca he estado en
Glasgow, me imagino que sus suburbios están sucios, especialmente en la década
de los cuarenta, en los años en los que ese chico hoy septuagenario aprendía
lo que significaba celebrar un gol-. Digo que lo recuerdo bien, pero no sé
quién era el rival, ni la competición, ni quién había marcado el gol. Pongamos
que era el Leeds, era la Premier y marcó Cantona. Pues bien, yo no quería ser
futbolista, ni siquiera entrenador. Solo quería ser un aficionado. Quería vivir
fútbol. Quería ver a esos ingleses vestidos de rojo ganar. Y no, hoy no soy
hincha de los red devils. Ni siquiera
me caen bien del todo. Pero vosotros tampoco seguís pasándolo pipa con los juguetes que
os volvían locos cuando teníais diez años, ¿no?
Al tema. El mundo corre
tan deprisa que la gente de 25 años ya cree haber vivido lo suficiente para
sentir nostalgia. Lo que nos diferencia de los mayores en este sentido, es que
los jóvenes estamos lo suficientemente cerca de nuestros recuerdos para saber
que no todo tiempo pasado era mejor o más bonito. En muchas cosas sí,
evidentemente. Pero los hoy sibaritas del fútbol eran, en los noventa,
básicamente yonquis. Pensar hoy en la forma como mendigábamos resúmenes, goles y
ya no digo retransmisiones de fútbol inglés es muy entrañable, aunque un tanto
inquietante. Pero así nos formamos, alimentándonos de planos furtivos de estadios abarrotados y pelotazos largos que aparecían por casualidad en el
televisor. Veíamos jugadas que luego emulábamos, sin suerte, en la plaza del barrio. Así
empecé a ver al Manchester United que entrenaba ese tal Ferguson. Así empecé a
ver fútbol inglés. Y hasta hoy. Literalmente.
Cada generación tiene su Ferguson. Ferguson las tiene todas.
Cada generación tiene su Ferguson. Ferguson las tiene todas.
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