miércoles, 23 de noviembre de 2011

FIGURAS DE LA ETERNIDAD



por Carlos Martín Rio

Desde hace tres años, John Norman Haynes observa el ir y venir de la multitud en las afueras de Craven Cottage, a las orillas del río Támesis, en Londres. Vestido con su mono de trabajo –pantalón corto negro, camiseta blanca, balón reposando bajo el pie derecho- ve pasar ante sus ojos de metal a miembros de varias generaciones de la familia de hinchas del Fulham, un pequeño club marcado por los altos y los bajos que hoy, tras diez años en la cumbre, atraviesa un momento dulce. 41 años antes, Johnny había jugado su último partido con el equipo del oeste de Londres. Muchos de los que pasan por su lado con una bufanda atada al cuello, no tenían edad para verlo jugar. Otros ni siquiera habían nacido y la mayoría se volverían locos si vieran a su equipo salir al campo con una línea de cinco delanteros. A Johnny, pues, no lo recuerdan, pero ven su estatua y la reconocen. Esto es lo que se llama “eternidad”.

Como Johnny Haynes, considerado el mejor jugador de la historia cottager, son muchas las leyendas del fútbol inglés que tienen su estatua en los aledaños de un estadio. A diferencia de las figuras que erigían los antiguos romanos, los reyes absolutos o, más recientemente, los rancios regímenes totalitarios del siglo XX, las estatuas que uno se puede encontrar a las afueras de un campo son hechas por el pueblo y para el pueblo. Se levantan para rendir homenaje a personas que lo único que hicieron fue poner un toque de color, un poco  de orgullo y felicidad los fines de semana en la vida compartida de una comunidad. Ahí reside su gran valor, más allá de consideraciones artísticas que dejaremos para otro momento.

Brian Clough, para algunos el mejor entrenador de la historia del fútbol inglés –por lo menos hay cierta unanimidad en que comparte un lugar en la cima con los escoceses Shankly y Ferguson- tiene ni más ni menos que tres de estos monumentos en su honor. En Middlesborough es joven y va vestido de corto; allí marcó la friolera de 197 goles en los 213 partidos que jugó entre 1955 y 1961, antes de marcharse al Sunderland, donde, en sus tres últimos años como profesional, siguió con su impecable media. Su carrera futbolística acabó pronto, pero una todavía más brillante, la de entrenador, se abrió paso como un ciclón. Como testigos de aquel tiempo de banquillos, broncas, ataques de genialidad, frases para la posteridad y, sobretodo, trofeos, hay dos estatuas más. Una está situada en Derby, y recuerda las seis temporadas en las que dirigió, junto a su inseparable colaborador Peter Taylor, al County, consiguiendo el hito de llevar a los rams a ser campeones de la máxima categoría. En Nottingham, el hogar del Forest, curiosamente el gran rival histórico del Derby, también se le homenajea. Cloughie posa triunfador, como un Robin Hood de la era industrial. Ésa, su estatua, y sus dos Copas de Europa, lo representan.

Como Clough, otros entrenadores tienen su versión bronceada. Matt Busby, el padre de la primera generación dorada del ManUnited europeo, se muestra a la República de Manchester con un elegante traje, una mano en la cintura y un balón en la otra. Radicalmente diferente es la pose de Bill Shankly, el carismático técnico que dirigió al Liverpool en la década de los 60 y los 70, que abre los brazos en gesto victorioso tras recordar que suyo fue el mérito de devolver a los reds a la primera división, y suyas fueron cuatro ligas, dos copas y una UEFA.

Bobby Moore, leyenda del West Ham, equipo en el que estuvo 16 años -544 partidos-, y capitán de la Inglaterra campeona del mundo en 1966, es recordado a las afueras del nuevo Wembley. Este elegante jugador defensivo, posa con los brazos cruzados, imponente, como el líder que dio a Inglaterra su ansiada Copa Jules Rimet, y que subió a recogerla de manos de la reina Isabel II –no sin antes asegurarse que no iba a manchar de barro a la impecable monarca-. También en Londres, pero hacia el este, donde juegan los hammers, vuelve a aparecer un Moore de metal. Esta vez la imagen es mucho más alegre. Alzado por sus compañeros, levanta el trofeo de campeón. Son dos homenajes al único campeonato mundial que los ingleses han logrado, bajo la batuta de Alf Ramsey. El entrenador también tiene su figura, pero injustamente, tenemos que irnos lejos de Londres para encontrarla. Hay que viajar hasta Ipswich. A las afueras del estadio del Ipswich Town, equipo al que también entrenó, Sir Alfred Ramsey, bien peinado, posa con sus mejores galas y mira al horizonte.

Todos estos son ejemplos de una bella tradición. Extraña, quizás, pero alentadora. Es reconfortante que en el fútbol, entre contrato y contrato, anuncio y anuncio, haya rinconcitos para el recuerdo, sentimientos sinceros que no son impostados y que duran para la posteridad.

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