por Carlos Martín Rio
El anfitrión se había esmerado
para que aquello fuera una auténtica fiesta. Su fiesta. Él debía ser el
principal protagonista. Era su gran oportunidad, décadas después de que pasara de largo su primer tren. Aunque, claro está, no se podían lanzar las campanas al
vuelo. No se debía descartar para el triunfo a los que acostumbraban a destacar en aquellos eventos
diseñados por y para la vieja nobleza europea del fútbol. Junto a los
que copaban los focos, también habían ido llegando, por la puerta de atrás y sin
hacer ruido, los invitados de relleno, los que pasarían sin pena ni gloria. Los
delataban la buena fe con la que acudían y las amplias sonrisas que lucían,
satisfechos por el mero hecho de aparecer por allí.
La comparsa era Grecia y el anfitrión, Portugal. En
Porto, en el reluciente Estadio Do
Dragao era el 12 de junio de 2004. Aquel día, la Eurocopa de 2004 echaba a andar
–o a rodar si hablamos desde la perspectiva del balón- con el enfrentamiento entre los dos equipos. Grecia sorprendió a los locales y ganó por 1-2, y el
continente celebró con simpatía aquel acto de irreverencia. Una mera
casualidad, un clásico en los partidos inaugurales. Los nervios del debut. Cierto, el equipo de
Scolari supo clasificarse con solvencia para las eliminatorias, olvidando el
tropiezo inicial. Grecia, en cambio, empató el siguiente partido y perdió el último
de la fase de grupos. Se clasificó gracias a un medio milagro matemático.
Luego vino lo que de verdad nadie esperaba. Angelos
Charisteas, Traianos Dellas y otra vez Charisteas. Tres goles en tres partidos,
y un título, otra vez derrotando a Portugal, en la final. Ya no hizo tanta
gracia cuando aquel equipo tosco y que aburría a las ovejas dejó en la cuneta a
Francia y a la República Checa, que encandilaba y enamoraba a los peloteros.
Grecia, la cuna de la filosofía occidental, se agarró al pragmatismo más
básico, a premisas sencillas pero efectivas, y dejó de lado la floritura y la
excesiva argumentación. Rescató la disciplina de baúl de los valores, y cuando
todo lo anterior falló, la arbitrariedad: simplemente cruzó los dedos y apretó
los dientes.
“Ahora Nikopolidis va a tener
trabajo para sacar a sus compañeros de debajo de la portería”, dijo un
comentarista después del gol de Charisteas en la final. Así acababa aquel
torneo, con el resultado de moda (1-0) y con las lágrimas de Cristiano Ronaldo
y de todo Portugal. Un campeonato que había dejado buenos momentos de fútbol.
El fantástico Portugal-Inglaterra de cuartos, solucionado en los penaltis
después de dos goles en la prórroga. La explosión lusa con un gol de Nuno
Gomes. La explosión lusa con un gol de Cristiano Ronaldo. La Chequia de Baros,
Koller y compañía, que junto con Holanda dejaron en la cuneta a las primeras de
cambio a Alemania. Los dos goles de
Zidane en el añadido para doblegar a Inglaterra. Cassano yendo de la alegría a
la decepción en un segundo, después de darse cuenta que su gol en el minuto 94
servía para ganar a Bulgaria pero no para clasificarse, pues los hermanos
nórdicos, Suecia y Dinamarca, habían decidido que era de buen gusto empatar a
dos. Y, claro está, para el recuerdo queda la efectividad del balón parado
griego.
No, aquel equipo no pasará a la
historia por su belleza, y muchos defenderán por siempre que decir “casualidad”
es la única forma razonable de explicar lo ocurrido. Y más teniendo en cuenta
que el posterior rendimiento del equipo de Rehhagel fue más bien pobre. Pero
aquel 4 de julio de 2004 en el que miles de griegos salieron a la calle después
de la final sin saber muy bien si lo que vivían era la verdad o una broma a
gran escala, el fútbol se democratizó. Feos y sin brillo, pero con tenacidad, decisión
y confianza en sus posibilidades. Campeones griegos.
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