El delantero centro es, junto al portero, la especie más rara que podemos encontrar dentro de la fauna futbolística. Juega para un equipo, pero vive para sí mismo. A veces el equipo gana y él pierde. A veces el equipo pierde y él gana. Hace del egoísmo una virtud. Es el más idolatrado, el más caro, el más admirado y, a la vez, el más criticado, el más observado y el más vigilado. Para valorar el rendimiento del resto de jugadores se acude a diferentes factores, habitualmente subjetivos. No ocurre lo mismo con el goleador. El punta vive instalado en la dictadura del gol, la objetividad de los números. Al gran público, cruel y olvidadizo, le da igual que corra, presione, se desmarque, cree espacios o dé asistencias. Si no marca goles, un delantero centro no vale para nada.
El ariete vive de las rachas, y éstas dependen de su estado de ánimo. Cuanto más tiempo pasa sin anotar, más pequeña ve la portería. Cada disparo es más flojo y desviado que el anterior. La ansiedad se apodera de él y sus piernas se bloquean. No importa lo que haya hecho anteriormente. Dos, tres encuentros sin ver meta y ya empezarán a dudar de su capacidad. Pero de pronto un gol lo cambia todo. 'Abrir la lata'. Se acaba la desesperación, desaparece la ansiedad, vuelven las sonrisas y la sequía queda aparcada hasta nuevo aviso. Es la peculiar vida del delantero centro.
Tres meses después de que marcara su último gol con el Liverpool, en el campo del Wolverhampton el 22 de enero, el ‘Niño’ lo volvió a lograr. Viniendo de uno de los mejores delanteros que ha dado el fútbol europeo en los últimos años, suena raro que sea noticia que marque. Pero así es. Catorce partidos después de haber firmado por el Chelsea, cerró su particular ‘Expediente X’ con un tanto ante el West Ham en un partido que sirvió para que los blues sigan presionando al Manchester United en la carrera por la Premier League. Pesaban, y todavía pesan, los 58 millones que se pagaron por su traspaso, y la presión estaba empezando a doblegarlo. Empezó como titular pero poco a poco fue perdiendo la propia confianza y, en consecuencia, la de Ancelotti. Por eso el gol del sábado no es un gol más. Ese tanto contra los hammers es uno de los más importantes de su carrera.
“Ahora ya puede empezar a volar”, dijo Lampard después del partido. Y no le falta razón. Una vez superada la ansiedad y los temores, empieza de verdad la andadura de Torres en el Chelsea. El delantero madrileño lo necesitaba, de la misma manera que lo necesitaba su club. Por eso Stamford Bridge, bajo la tormenta, lo celebró con locura, por eso sus compañeros acudieron a abrazarlo con euforia desbordada. No festejaban la culminación de una jugada, sino todo lo contrario.
Ha llegado a un Chelsea en pleno proceso de renovación. Es incierto el futuro de Lampard, el de Drogba, el de Terry o el de Anelka, hombres veteranos cuyo rendimiento va decreciendo. No sabemos cuántos jugadores se van a ir, cuántos vendrán, ni quién ocupará el banquillo el próximo curso. Va a ser un verano movidito en el oeste de Londres. La mejor generación de la historia del club azul da estas semanas sus últimos coletazos. La renovación ya ha empezado, es inevitable, y ahí es donde Torres juega un papel importante. Su llegada y la de David Luiz en invierno son las dos primeras piedras en las que se va a cimentar una nueva era. Por eso se celebró tanto el gol del sábado. Esa afortunada diana significa una nueva esperanza. Ese festejo no fue más que un brindis por todo lo que está por venir. Incluso los ricos, acostumbrados a la opulencia, necesitan dejar el caviar de vez en cuando y alimentarse de ilusiones.
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