por Carlos Martín Rio
De sus tiempos en el Celtic, de
Shunsuke Nakamura se recuerda principalmente su enorme clase para ejecutar
lanzamientos a balón parado. La precisión de su izquierda era temible, y quizás
por eso Vidic, tras cometer aquella dudosa falta en el borde del área, con 0-0 en el
marcador, protestó como si Mejuto González le acabara de señalar un penalti. Era
el minuto 81 del penúltimo partido de la fase de grupos de Liga de Campeones. El
escenario era –y sigue siendo- aquel ruidoso paraíso llamado Celtic Park. Los
locales estaban ante la posibilidad de acceder por primera vez en su historia a
los octavos de final de la Champions del actual formato. Hacia la pelota va,
claro, el japonés. Como suelen recordarnos los expertos, esa posición, escorada
un tanto hacia la derecha del ataque, es perfecta para un zurdo. Y por aquellos
días había pocas zurdas más perfectas que la de Nakamura. Sin discusión, pues,
60.000 miradas lo señalan y lo alientan. Ni Shaun Maloney, que acompaña al
asiático en la posición de disparo parece tener ninguna posibilidad de asumir
la responsabilidad.
Contra el más fuerte de los
ingleses, el singular orgullo escocés de los bhoys, vestidos con el verde irlandés. La barrera roja colocada a
una distancia medida con la débil percepción del ojo humano. La imperfección,
un valor añadido en un momento perfecto. El balón reposa en el suelo, en una
calma tensa, a la espera de que Nakamura, ahora inmóvil, se despierte y lo golpee
con furiosa delicadeza. El mundo se congela y la realidad se convierte en
fotografía. Todo está listo: uno, dos o tres segundos mágicos de pausa
contenida mientras se representa una de las escenografías más repetidas en el fútbol,
y a la vez, una de las más bellas. Nakamura, el 25, parece que se lo va a
pensar dos veces pero finalmente se decide. Le ha pegado bien. El
balón ridiculiza a la barrera y vuela decidida, con vida propia. Va
directa a la escuadra. Aún no ha entrado, pero es gol. 1-0.
Aquella noche, en la que también
fue héroe el portero Artur Boruc, en Celtic Park se cantó de júbilo para
despedir a los jugadores. No fue la nostalgia la que motivó a los hinchas. No
fueron los recuerdos del lejano 67 o los sentimientos de lo pudo ser y casi fue en
Sevilla, en 2003. Los hoops celebraron que estaban entre los grandes de verdad, que
merecían un sitio entre los 16 mejores equipos del continente y que se habían
llevado por delante nada más y nada menos que al United de Sir Alex Ferguson.
Hoy, sólo cinco años después de
aquel 21 de noviembre de 2006, parece que hayan pasado cinco décadas. El fútbol
escocés retrocede con velocidad y los dos grandes del país no se imaginan dando
guerra al Manchester United, al Milan o al Barcelona. En las horas previas a la
visita del Atlético de Madrid, y con una opción real, caída del cielo, de
acceder a las eliminatorias de la Europa League –eso pese a estar encuadrado en
un potente grupo-, en la Glasgow céltica no se piensa tanto en la reconquista
del terreno perdido como en la opción de disfrutar de una nueva noche europea a
la vieja usanza. Los chicos de Neil Lennon, alguien que vio el famoso gol de
Nakamura desde el césped, tienen, simplemente, una buena oportunidad. Jugadores
y afición saben que no será lo mismo. Pero debe resultar fácil jugar a ser un
grande cuando, en el fondo se es, precisamente, un grande.
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