por Carlos Martín Rio
El Barça tenía ante sí al campeón asiático, el Al-Sadd
qatarí. Era Yokohama, un escenario excepcional, pero las sensaciones no eran
del todo desconocidas: los blaugranas tenían mucho que perder. La superioridad
que se le supone, la corona que todos coinciden en colocarle –incluso algunos
que lo destronaban minutos antes de que
pasara como un tren por el Bernabéu- puede pesar cuando lo único que se espera
de ti es ganar sin despeinarte. Es el gran desafío para un técnico como
Guardiola, que además de atesorar decenas de méritos deportivos, tiene la
virtud de motivar día tras día a sus futbolistas, bajarlos a la tierra y
exigirles un rendimiento altísimo en cada encuentro, sea cual sea el rival –el archiconocido
“no hay que confiarse”, el célebre “lo que cuenta es el siguiente partido-.
Los qataríes no sorprendieron. Su filosofía, la del uruguayo
Jorge Fossati, es visiblemente conservadora. Y lo sería más contra el equipo que
tiene el monopolio del balón mundial. El vigente dominador del fútbol asiático,
que en la última Champions del continente se deshizo en la final del Jeonbuk
coreano, se plantó al borde de su propia área para regalar el esférico y gran
parte del terreno de juego a su contendiente. El verde era sólo azulgrana y, a
diferencia de lo que vemos últimamente en la liga española, el rival de los
chicos de Pep no tenía planeado esmerarse demasiado en molestar la salida de
balón del cuadro catalán. Mamadou Niang –el Vélodrome está muy, muy lejos-
debió acabar desesperado.
Así, los magos –Thiago, Messi, Iniesta- se pusieron manos a
la obra, descubriendo con el movimiento de la pelota las carencias de un muro
no tan sólido como representaba el dibujo. A Adriano, que fue titular en el
lateral, le regalaron el primer gol los defensas y el portero rivales, y la clase media del Camp Nou tomó las
riendas para golear. El brasileño marcó otro más, su compatriota Maxwell hizo el
cuarto, ya en la segunda parte, y entre medio, Keita tuvo tiempo para
aprovecharse de un servicio medido de Messi para anotar el tercero.
Aparentemente sin despeinarse, el
trámite estaba cumplido.
El Barça hizo lo que todos esperaban e incluso se permitió
el lujo de regalar algunos detalles estéticos a la hinchada nipona. Pero el
precio que se pagó fue demasiado alto. La lesión de David Villa, que se dañó la tibia y podría estar de 4 a 6 meses de baja es una nefasta noticia. El Barcelona
pierde una de sus opciones más sólidas en ataque, y el fútbol, en general,
pierde casi con toda seguridad al mejor delantero del último Mundial –con el
permiso de Forlán- para la cita de este verano en Ucrania y Polonia.
Pero sin Villa y casi sin tiempo para lamentarse, al Barça ya
le espera el Santos, que ha llegado con los focos puestos en la magia de
Neymar, y con los ojeadores pegados a ese talento tan sudamericano que se llama
Ganso. Al campeón europeo le espera el recuperado glamour
del fútbol brasileño, esa potencia que crece y que busca los ojos del mundo.
Para el Barça, la finalísima del domingo representa, como en 2009, una nueva prueba
a miles de quilómetros de casa, un nuevo punto álgido para un equipo que sube el Everest
cada tres meses. Como dos años antes, cuando tuvo que sudar y hasta creer en
los milagros de última hora para superar a un extra motivado Estudiantes de la
Plata, quiere sumar el título oficial de mejor equipo del mundo al oficioso
que ya posee. De paso, puede vengar sus dos derrotas anteriores contra
equipos brasileños en el torneo. En 1992, el Sao Paulo de Raí privó al Dream
Team de la corona y en 2006, el Internacional de Porto Alegre alargó la maldición
culé en esta competición. Brasil se le resiste.
Es la final soñada, está todo listo para el duelo
América-Europa, un año después de la machada del Mazembe. El domingo se juega
una Intercontinental con sabor clásico, ambiente japonés y horario
estrambótico para brasileños y catalanes. Por falta de encanto, no será.
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